El Loco Emperador del Mundo (marzo 2007, Ciclo Onírico)




La cordillera de los Himalayas, el techo del Mundo.
En esta ocasión me había trasladado al siglo XIX, aunque debido al grado de desarrollo de la zona parecía que estuviéramos en la Edad Media.
Formaba parte de un ejército mongol que con un caudillo al frente llamado Wan Chuk, se había lanzado a la conquista del mundo, empezando por el país de las Nieves Eternas.
El ejército era gigantesco, cientos de miles de hombres marchaban con Wan Chuk por los caminos que recorrían los valles entre las montañas.

Era como una marea imposible de detener, sobre todo porque este ejército poseía un arma terrible y definitiva. Era una maquinaria que por unos pequeños cañones expulsaba unas vastas lenguas de fuego a ras de suelo, que arrasaba todo lo que alcanzaba a una distancia de varios cientos de metros. Era imposible huir de aquella ígnea capa que lo cubría todo y con esta arma, ningún ejército podría detener a la horda de Wan Chuk. Además era como si hubiera sido heredada de alguna antigua cultura desaparecida hacía decenas de miles de años y que había llegado a desarrollar un altísimo nivel tecnológico. Ahora Wan Chuk la había recuperado y había decidido usarla la para cubrir sus ansias de conquista.

Recuerdo que al salir de un profundo túnel excavado en la montaña, pensé en qué sentirían aquellos que fueran devorados por esa especie de película de fuego que se adhería al suelo. Así que ni corto ni perezoso me tumbé en el suelo y esperé a que la lengua de fuego me alcanzara. De pronto me vi rodeado de fuego por todas partes, pero no eran llamaradas, era como una especie de película que avanzaba silenciosamente por todas partes alrededor de la maquinaria que la generaba.


El calor era inaguantable y cualquier cuerpo sometido a esa temperatura quedaba automáticamente reducido a cenizas. Sin embargo, yo no sufría el más mínimo daño salvo por la sensación experimentada; me incorporé y continué la marcha junto con el resto del ejercito a través de las montañas nevadas.
El paisaje era desolador; marchábamos por una planicie rodeada de cumbres arrasándolo todo a nuestro paso; no había nadie por los alrededores, ni un pueblo, ni una aldea... nadie.
Al poco, vimos que a nuestra derecha arrancaba un sendero que serpenteando, ascendía por la ladera de la montaña. Tomamos ese sendero y comenzamos a ganar todavía más altura. A medida que subíamos por la montaña, había más y más nieve a nuestro alrededor.

Varias días después de marcha en medio de infernales tormentas de nieve, soportando temperaturas bajísimas y sin provisiones, ya que hacía bastante que se nos habían acabado debido a que nuestro ejército no podía proveerse de alimentos por el camino, sencillamente porque no había nada con lo que alimentarse ya que nos habíamos comido hasta nuestras monturas, los efectivos se había reducido muy notablemente, aunque aún seguíamos siendo un ejército poderoso.



De todas formas la preocupación hizo presa entre nuestras filas, sobre todo al ver como los guerreros iban cayendo uno tras otro en un goteo interminable día tras día, de hambre y de frío; la verdad es que estábamos acostumbrados al clima cálido de nuestro país de origen.
Por fin y cuando la preocupación se estaba convirtiendo en desesperación, nuestros exploradores nos informaron que no muy lejos de allí, había un monasterio, una lamasería, dónde podríamos encontrar cobijo y provisiones.
Pero al llegar nos encontramos con la desagradable sorpresa de que la lamasería llevaba bastante tiempo abandonada. Los monjes se debían de haber trasladado a otro monasterio situado a un lugar aún más inexpugnable, tal vez, alertados por nuestra marcha, que duraba ya bastante tiempo. Recuerdo que uno de los objetivos de nuestra expedición de conquista, consistía en capturar a unos occidentales a los que se les había acusado de espionaje. Wan Chuk, pretendía mantener intacta nuestra cultura y por eso la presencia de esos extranjeros con sus costumbres occidentales suponía una amenaza para nuestro pueblo. Era la puesta en marcha de la política de aislacionismo político y cultural, algo parecido a lo que hizo China hasta mediados del siglo XIX.

La verdad es que a mí, poco me importaban las intenciones de nuestro líder, lo único que me importaba era obedecer las órdenes que teníamos y sobrevivir en esas condiciones tan terribles.
El temor a un castigo por parte de Wan Chuk, si se desobedecían sus órdenes, nos tenía a todos fieles a sus objetivos, ya que conociendo su terrible fiereza, ese castigo solamente se pagaba con una muerte atroz.

Tras explorar las dependencias de la lamasería abandonada, encontramos algunos restos de alimentos que de poco nos sirvieron y después descansamos durante unos días a cobijo de las tempestades.

Eso nos sirvió de cierto alivio, aunque muchos de nuestros hombres murieron durante esos días ya que se encontraban muy débiles y enfermos.

A pesar de todas estas adversidades, Wan Chuk no se amilanaba y seguía manteniendo intactos sus objetivos iniciales: encontrar a los extranjeros occidentales e iniciar desde estos desolados parajes, la conquista del mundo. Todo ello sin darse cuenta de que nuestras fuerzas estaban muy mermadas y que conforme pasaba  el tiempo las posibilidades de éxito eran cada vez menores.
Nuestra máquina de fuego ya no servía de nada y supongo que había sido abandonada por el camino hacía ya tiempo para facilitar nuestra marcha por las montañas.
Después de un tiempo de descanso, reanudamos nuestra marcha, ganando cada vez más altitud en busca del monasterio a dónde con toda seguridad se habían trasladado los monjes y se habían refugiado los extranjeros.
Volvimos a sufrir terribles calamidades, frío, cansancio, hambre, sed y la locura de nuestro caudillo, que había hecho presa de él, al soportar unas condiciones tan extremas.
Sin embargo su resolución continuaba firme y esto hizo que entre nuestras filas comenzaran a surgir las primeras opiniones contra una decisión que nos estaba conduciendo a un desastre total.
Por fin,  después de varios días de marcha, llegamos al monasterio que buscábamos.
La Lamasería de Nan Trang; pero por aquel entonces el número de nuestra tropa se había reducido a un insignificante total de 800 hombres.


De los cientos de miles que habíamos emprendido la marcha muchos meses atrás, nos habíamos convertido en un puñado de supervivientes y nuestra campaña de conquista se había convertido en una heroica aventura liderada por un loco que aún pretendía conquistar el mundo.

Para conseguirlo, ahora se había propuesto llegar hasta algún poblado donde reclutar hombres y crear un nuevo ejército con el que cumplir sus delirios de grandeza.


Al llegar a Nan Trang fuimos acogidos con una gran hospitalidad por los monjes del monasterio, a pesar de que ellos conocían bien nuestros planes, una muestra de la paz interior que reinaba en aquel lugar, propia de la sabiduría y del respeto hacia los demás que propugnaban las enseñanzas budistas, una especie de isla en el océano de maldad e iniquidad en el que se había convertido el mundo.
Para Wan Chuk, los monjes eran sus enemigos y sus planes consistían en ganarse su confianza y después traicionarlos y asesinarlos a todos.

Durante varios días deambulamos por el monasterio sin saber muy bien qué hacer, esperando las órdenes de nuestro líder, al que apenas veíamos, ya que apenas salía de sus aposentos.

Aprovechamos para conocer el interior del edificio y para charlar con los monjes que conscientes de lo que Wan Chuk tramaba, trataron de conquistar nuestros corazones, mostrándose con nosotros con la mayor deferencia del mundo, pero además también, desde un plano de igualdad, hasta que finalmente, una profunda amistad surgió entre ellos y muchos de nosotros, incluido yo mismo.

Pasamos muchas tardes recibiendo las enseñanzas de nuestros anfitriones y la paz y la bondad de estas gentes acabaron por contagiarnos, de manera que cuando Wan Chuk dio las órdenes para masacrar a los monjes y a los occidentales con los que habíamos trabado también una gran amistad, y que en realidad, no eran espías, sino europeos que habían llegado al monasterio a estudiar el budismo y recibir sus enseñanzas, una gran parte del ejército se negó a obedecerlo.
Unos 500 hombres liderados por un general llamado Yen Seng, se enfrentaron a Wan Chuk y sus seguidores, unos 300 acólitos, en una batalla que se desarrolló en una explanada ubicada detrás del monasterio. Yo me decanté por Yen Seng, pero me limite a observar el desarrollo de la misma sin participar en ella. Posiblemente las enseñanzas budistas habían calado tan profundamente en mí, que me negaba a participar en cualquier acto violento, y de actor me convertí desde ese momento en espectador del terrible drama que se estaba desarrollando entre las cumbres más altas del mundo.

La victoria en la batalla cayó del lado de Yen Seng y las tropas de Wan Chuk se redujeron a un puñado de hombres que liderados por la locura del antiguo caudillo, marcharon lejos en busca de algún lugar donde establecerse.
Completamente ajeno a la realidad, Wan Chuk seguía convencido de que aún podía cumplir sus delirios de grandeza y al frente de un reducido grupo de 20 supervivientes, llegó a una pequeña aldea tras varios días de marcha. Allí fueron recibidos hospitalariamente y alojados en una casa de arquitectura típica de aquellos parajes.

Estaba construida totalmente de madera y se accedía a ella subiendo por una pequeña escalera, ya que la entrada se encontraba a una altura de un metro y medio, aproximadamente, del suelo, posiblemente para evitar las inundaciones durante el deshielo. Las calles de aquella aldea, estaban empedradas y discurrían en pendiente.


Wan Chuk, seguía empeñado en reclutar un ejército y por eso intentó una leva entre los hombres de la aldea. 

Sus pretensiones pasaban por incrementar el número de sus efectivos, tomar otro pueblo, repetir la operación y llegar así a formar un ejército con el que lanzarse de nuevo a la conquista. Primero Nan Trang, por venganza, y después, desde allí, el mundo.


Pero sus planes se vieron rápidamente truncados; los hombres de la aldea no estaban dispuestos a ser partícipes de su locura y se negaron rotundamente a reclutarse en su ejército; por eso Wan Chuk, adoptó una decisión que marcó su final.

Tomó como rehenes a las máximas autoridades de la aldea, con su jefe incluido, con la intención de presionar, amenazando con matarlos a todos, si aquellas gentes no accedían a sus pretensiones.
La medida fue totalmente contraproducente, ya que aquellos hombres, humildes campesinos y pastores de yaks, podían ser también temibles guerreros si las circunstancias lo exigían. Tomaron sus armas y se enfrentaron a Wan Chuk y a los suyos.

Casi todos murieron en la batalla, solo el mismo Wan Chuk y dos más lograron escapar, huyendo de la aldea y refugiándose en una cabaña situada no muy lejos.
Los aldeanos no los persiguieron, sabiendo que ya nada podían hacer y los dejaron tranquilos en aquel lugar donde se establecieron definitivamente.
Desde entonces, aquellos tres pobres desgraciados, llevaron una vida tranquila pero envuelta en una ilusión creada por el propio Wan Chuk.
Este llegó a proclamarse Emperador del Mundo en una pseudoceremonia celebrada por sus dos correligionarios, convencido de que había logrado su objetivo de conquista.

Nombró a sus dos fieles, Primer Ministro y Ministro de Asuntos Exteriores respectivamente y desde su cabaña de pastores a la que consideraba como su palacio, gobernó una ficción creada por él y mantenida por sus dos acompañantes.

Poco tiempo después, estos murieron y Wan Chuk convertido en un despojo humano, se quedó solo continuando con su delirio. Siguió convencido de que era el Emperador y siguió dictando leyes que solo él podía cumplir.


Mientras, en la aldea vecina, lo trataron como un loco anacoreta al que de vez en cuando dos hombres visitaban para llevarle alimentos. Se convirtió en un personaje pintoresco y acabó dando lástima a los habitantes que terminaron casi cogiéndole cariño.

Una mañana, tiempo después, fueron a llevarle provisiones y lo encontraron muerto en su camastro. Murió un poco de todo, de soledad, de frío, de desidia...

En una nota “oficial” redactada de puño y letra por “Su Majestad el Emperador del Mundo Wan Chuk I” y encontrada en el interior de “Palacio”, dejó instrucciones para que su cuerpo fuera enterrado con honores imperiales. Así pues su locura llegó hasta el final y los aldeanos, por complacer los últimos deseos de un pobre moribundo, le dieron sepultura en medio de un ceremonioso ritual budista, dándole el tratamiento de “El Loco Emperador”.

Su memoria persistió en la aldea y su historia fue contada de padres a hijos, generación tras generación hasta convertirse en un mito, una leyenda que aún hoy se conserva en aquellos parajes. Su túmulo de piedras duró mucho tiempo, pero hoy en día, del mismo no queda nada. Sus huesos siguen enterrados en algún lugar entre las montañas del Himalaya, pero nadie sabe con certeza dónde reposan los restos del Loco Emperador del Mundo.

Este podría ser el fin de este sueño, pero....no.
¿Qué fue de Yen Seng y de sus seguidores, incluido yo mismo?

Integrado en la vida cotidiana de Nan Trang, Yen Seng y los suyos fueron propuestos por el Lama del monasterio, para que adoptaran el sacerdocio budista. 

Todos aceptaron,  siguiendo los consejos de Yen Seng, pero él mismo decidió abandonar aquellas tierras, para acompañar a los extranjeros que regresaban a Europa.

El nuevo grupo de monjes, con el segundo de Yen Seng, un antiguo general llamado Liao Ping, al frente, se estableció en el monasterio abandonado de la falda de la montaña y tras rehabilitarlo lo refundó y desarrolló una creciente labor de captación de fieles entre los pueblos vecinos, aunque siempre dependiendo de Nan Trang.
Hasta el día de hoy, en el que este monasterio es uno de los principales centros de culto budista del Himalaya.


Liao Ping murió hace ya mucho tiempo, lo mismo que sus seguidores, pero hoy en día aparecen en las páginas de honor de los anales del monasterio con letras mayúsculas por ser los padres de la actual lamasería.

Yen Seng se marchó a Europa con los occidentales, una vez inculcados estos y hasta los huesos de la filosofía budista y mantuvo una gran relación de amistad con ellos.

Se estableció en una casa comprada por sus amigos para esos efectos en París, ya que no poseía recursos y vivió muchos años más en paz, dedicado a cultivar la amistad con sus vecinos y a impregnar a estos con su sabiduría y su filosofía de la vida.

Sobrevivió al grupo de extranjeros que conoció en Nan Trang, con los que solía reunirse muchos días y con los que daba largos paseos por el parque durante las tardes de primavera, intercambiando impresiones y charlando sobre la vida y sus conocimientos filosóficos.

Murió mucho tiempo después, ya muy anciano, solo, pero feliz y en paz, en su casa de París una tarde de primavera, mientras observaba desde su cama y a través de la ventana de su dormitorio, el suave ondular de las ramas de los árboles de la calle.

Yo, acompañé a Yen Seng hasta París, me establecí allí y viví todo aquello como un espectador atemporal al que el paso del tiempo no le afecta y de esta manera puedo dar testimonio de esta fantástica historia.


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